Capsulas de Carreño

Cuento…   La pasión los invade mientras la pelota sonríe

La red sostiene la pelota mientras el ambiente es inundado por la euforia de un grito.

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POR WILLIAMS VIERA desde USA.
Columnista Cápsulas.

 

 

Siempre es así: cualquier acontecimiento, bueno o malo, tiene relación.

De noche, cuando se acostaban y ella esperaba ser acariciada y poseída para lograr el clímax mientras él cerraba los ojos y se quedaba dormido mientras una pelota, en la oscuridad, sonreía.

Entonces ella repasaba los acontecimientos del día en la penumbra de la habitación sin hablar y veía las sombras que trataban de tocarla al mismo tiempo que se acariciaba. Sin embargo, se alejaban los espectros imaginarios en medio de aquel drama y de amor imposible en que se encontraban desde siempre, pero recobraban la magia cuando él volvía a la realidad y escuchaba el relato de un narrador durante una transmisión a través de la radio, debido a las ondas hertzianas.

Así pasaban las horas, los días, los meses y los años viendo miles de vidas junto a las cicatrices que dejaban, en la existencia, los intolerantes, los indeseables y los mentirosos. La realidad pasaba rápido con el simple movimiento de deslizar, hacia arriba o hacia abajo, el dedo índice por la pantalla. Lo que aparecía en ella era semejante a una pelota de fútbol en una cancha rectangular de 90×120 metros; pero como estaban de moda las redes sociales, conocidas por su desfogue social, al igual que las plataformas de servicios que transmitían, a través de un Internet con ánimo de lucro, la sordidez de los diferentes estamentos del género humano sin que se dejase nada a la imaginación de todo lo  que acontecía en los lugares más remotos y, por supuesto, el fútbol, con su grano de locura impredecible que llegaba acompañado de un explosivo poder de enajenación absurda capaz de llevar al mundo al infierno sin que le importase a nadie. Entonces, él se emocionaba con las imágenes que almacenaba en la tarjeta de memoria del dispositivo móvil después de que el sistema operativo les asignaba una ubicación en la carpeta de descargas.

Aquello le permitía revivir, a él como a muchos otros, la odisea que, en un tiempo, vivió en directo, en las graderías de algún estadio en donde su equipo amado se presentaba con las estrellas contratadas al igual que el rival de turno que complicaba el fútbol por su presencia en medio del montaje actual de aparatos y cachivaches que representaban la negación de la soledad, como en la política, por aquello de lo que llamaban bipartidismo imperfecto.

Desde el momento en que los jugadores se encontraban en el vestuario dejaban la ropa de calle al igual que sus zapatos y los aditamentos lujosos que usaban y que decían, sin hablar, que estaban infectados con el terrible virus del ego desmedido acompañado de una arrogante soberbia. Entonces se ponían los guayos y el uniforme que era el simbolismo que se manifestaba en el inconsciente colectivo como si todos los que estaban en las graderías del estadio estuviesen unidos, mentalmente, aunque representaban diferentes razas por lo que trascendían las barreras culturales y por ello, los llevaba a actuar en “sintonía” como dicen los sociólogos.

Aquella situación llegaba a lo más profundo de la psique que no le permitía, al hombre que se quedaba dormido, acceder al instante en que su pareja quería disfrutar de sexo como si con ello le diese, a ella, de comer por esa fisura en la que el vértigo, la alienación y la neurosis había surgido con el ritmo enloquecedor de quienes, en la cancha, llevaban puestos los colores del mejor equipo que era el suyo y lo sentía como si estuviese, en su propia carne cocida en agua, junto al sentimiento de emoción, de misterio y de amante que le producía la mujer con la que compartía la misma cama, pero, ¿su compañera pensaría igual cada vez que la devoraba con los ojos mientras no podía impedírselo?

Todo se iniciaba en el templo sagrado del camerino, en donde lo que sucedía en ese lugar, se quedaba en el vestuario, por ser, como dicen desde tiempo inmemorial, un código de secretismo que, si se violaba y se daba a conocer el más mínimo detalle, de acuerdo con los creyentes, se caía en pecado mortal, pero a él no le importaba. Le encantaban los chismes por la gracia que le producían cuando le contaban, algunos familiares, de cómo iban al estadio cada vez que la selección jugaba o el momento en que una mujer, cubierta con la camiseta del equipo patrio, visitaba a uno de sus compañeros de trabajo en el hotel en que estaba y lo asaltaba hasta quitarle la ropa, pero después de terminar con él y sin recuperar la respiración, en medio de una tormenta de pasión, abandonaba la habitación.

─ Ahora me voy para el estadio. Mi marido me espera ─ le dijo ella mientras se ponía la ropa interior luego de abrirle las piernas, pero él no sabía qué creer ni qué hacer porque había días en los que el fútbol servía para algo que ni era una cuenta de resultados, ni un balance económico y mucho menos un algoritmo. Sin embargo, tenía algo que le conectaba, simplemente, con la vida.

Mientras sucedía aquel intercambio de jugos corporales, una pelota, firmada por los jugadores del partido que se jugaría, había sido testigo, en la penumbra, de aquella acción por estar encima de la mesa de noche. Quien la veía, le parecía que sonreía de manera libidinosa.

Pero en todo caso, la mujer de aquel asalto, sin bañarse, tuvo tiempo de llegar al templo pagano y pudo ver el rito que se iniciaba con los jugadores que iban saliendo por el túnel de los vestuarios. Cada uno se detenía, se persignaba, musitaba una oración, miraba al cielo dando gracias y pidiendo por lo que iba a suceder en el tapete verde mientras la acariciaba, haciendo una gambeta o un pase de gol sin dejar de mirar hacia las tribunas. Ellos eran parte de la multitud mientras cantaban unidos, “goooollll”, durante ese momento ansiado por los aficionados que estaban en las tribunas, deseosos de dejar escapar tanta euforia contenida al ser, ¿quién lo iba a pensar?, la alegre esperanza del que se sabe moribundo, pero no se encontraban muertos: estaban en el manicomio.

La pelota permanecía, detenida, en la red, en la parte superior del arco y quien la veía, con detenimiento, podía percibir una sonrisa de encanto y de felicidad dirigida a quienes llevaban puesta la camiseta del equipo ganador hasta ese momento; pero a la vez, la misma pelota exhibía una melancolía irremediable al igual que la que siente el género humano luego de hacer el amor como si aquel acto fuese un peligro mortal en el que se perdían las palabras dándole paso a que el ambiente sea inundado por gemidos al igual que por alguna otra expresión infrahumana.

Entonces, la pasión los invade mientras la pelota sonríe al ser el conjunto de todo.

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