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El Nacional de los barrios (Pablo Arbeláez Restrepo)
- Updated: 28 julio, 2016
Por Pablo Arbeláez Restrepo
Quién lo creyera. Medellín tiene un barrio que se llama Nacional, pero bien pudiera ser el nombre de toda la ciudad, opina el fervoroso hincha convencido de su afirmación.
En la memoria de la capital paisa, tras lo vivido el 27 de julio de 2016, quedará grabado el imborrable recuerdo, cuando la Tacita de plata se tiñó de verde. Inolvidable.
Hay quienes pensarán que la desbordada pasión, los cánticos y esas manifestaciones de inmenso cariño se instalan únicamente en el coloso de la 74 cuando el cuadro verdolaga despliega su fútbol, ese que reverdeció de manera refulgente, como éxtasis «clorofílico», para hacerse bicampeón de la Copa Libertadores de América.
El estadio Atanasio Girardot es la casa del equipo verde y blanco, pero en últimas son los barrios de la capital paisa en donde se expresa el sentir de una inmensa afición que el pasado miércoles dio muestras de entrega sin límites. Total.
El reflejo de esto se evidenció en las calles, especialmente en los barrios populares, en los que el incontenible frenesí se vivió desde días antes de la final disputada ante un aguerrido Independiente del Valle. En cada esquina, en cada recoveco e incluso en el frente de las casas, las banderas se convirtieron en una señal evidente del «aquí hay un hincha del Atlético Nacional».
Desde Castilla y la estatua del genial René Higuita, pasando por Santander y Pedregal, hasta el puente intraurbano de la Madre Laura, los barrios del noroccidente fueron un mar de banderas. Parecía ser la competencia de quién mostrara cuál era la más grande de las enseñas, esas monumentales que valen hasta dos millones de pesos y que llevan los colores tradicionales y que incluso agregan el color negro de antes. De los años idos, de esos que cuentan de las colosales gestas del Chonto Gaviria, Gabriel Mejia y Humberto Turrón Álvarez .
Y qué ver y qué decir tras pasar el nuevo puente de 786 metros que borra fronteras invisibles. Con Aranjuez en verde, para subir hasta Caicedo, y apreciar que la ciudad había engalanado cientos de vías con pasacalles y su sentir nacionalista. Cada esquina era una invitación a la sorpresa y un arrebato a la imaginación de quienes de manera paciente instalaban los coloridos emblemas. Y por supuesto, con la participación de jóvenes y viejos. Nada de distingos en medio de la atenta vigilia que luego en la noche sería fiesta, un auténtico carnaval. Un desborde de auténtica pasión.
Cuando el recorrido de ciudad se inundaba de esperanza, dicen que el verde es el color que la defiende, La Milagrosa resultó ser ante los ojos otra invitación al asombro, traducida en gigantescas banderas, hasta de 40 metros, colgadas de un segundo o un tercer piso que por medio de la pita hacían de mayor tamaño los emblemas, tan grandes como el sueño de gloria de quienes las instalaban en un techo imaginario, tachonado de estrellas y copas.
Una ciudad de bandera, para un equipo de bandera. Tan enorme como esa que se desplegaba orgullosa desde lo alto del barrio Nacional, con sus laderas imposibles, donde Medellin se veía aún más colorida desde un privilegiado balcón en aquel memorable 27. Si, en una metrópoli del goce Nacional.






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