Capsulas de Carreño

Maracanacito en Barranquilla. Por Óscar Domínguez G.

Oscar_Dominguez
Por Óscar Domínguez G.

 

 
*Una venia al fútbol que hace sonar la registradora. Resultados, pragmatismo, es la nueva religión capitalista. Fuera idealistas.

Hubo amago de tsunami deportivo en Barranquilla: Uruguay casi se  alza con los tres puntos. Cuando íbamos perdiendo 2-1 recordé que fueron  uruguayos, en el año 50, los que dejaron congelada la champaña con la que los brasileños pensaban celebrar el campeonato mundial en el Taj Majal del fútbol, el Maracaná, de Río, abarrotado con 200 mil “torcedores “ (de pie caben hinchas como arroz).

Jules Rimet, presidente de la FIFA, tuvo que echar al cesto del olvido el discurso en el que felicitaba a los campeones anfitriones. El medio  millón de camisetas que se mandaron estampar celebrando la victoria conleyendas alusivas, pasó al museo del ridículo de la historia.

Ensillaron antes de traer las bestias. Como nos sucedió a los partidarios del SÍ al plebiscito en Locombia. No hubo tal victoria brasileña en el Maracaná. A pesar de que Brasil se puso adelante con gol de Friaca. Luego vendría el empate en los guayos de Schiaffino y finalmente el gol del triunfo, obra de Ghiggia, persona no grata en Brasil por los siglos de los siglos.

Fueron mandados a hacer 50 relojes de oro con esta inscripción: “Para los campeones del mundo”. ¿Qué brasileño se atrevería a mirar la hora en un cachivache de esos? Salvo que sienta tendencia irrevocable hacia el oso.

Los diarios tenían titulada la primera página con el triunfo de los locales. Pues a barajar y dar de nuevo.

El mundo se acabó ese día para el país más grande de Sur América.

Nunca los especialistas en achaques del corazón y los siquiatras tuvieron tantos pacientes.

En Barranquilla, nos creíamos ganadores desde antes de empezar. Felizmente, los nuestros empataron a la hora de nona, cuando habríamos sido capaces de venderle el alma a Dios con tal de lograr un  agónico empate en el que ya nadie creía.

De los empates en el balompié escribió el lúcido y lucido cronista carioca Nelson Rodrigues: “Cuando dos equipos empatan, ambos pierden. Es una derrota recíproca y humillante”. Un excampeón mundial de ajedrez, Robert James Fischer, Bobby, por sus amigos, decía que las tablas (empate) son la muerte del juego que vino de la India a lomo de cobra. (El ajedrez es el regalo-indemnización de oriente por la equivocación de Colón que desvío “ligeramente” el rumbo hace 527 años y llegó a El Salvador).

No creo que si nos derrotan en Barranquilla con todo y premio Nobel entre pecho y espalda, los uruguayos hubieran sido tan generosos como sus compatriotas que ganaron en el Maracaná.

Obdulio Varela, héroe de los charrúas en la jornada, se fue a los bares de Rio a beber cerveza y a consolar a los vencidos. Nadie lo reconoció, recuerda Eduardo Galeano, a quien le pedí prestados varios de estos datos. En Montevideo, Obdulio tampoco se dejó pillar de la prensa.

“Fue una casualidad”, casi que se lamentó Varela, consciente de que había provocado la peor tragedia en la historia del país que los acogía.

En esa época los jugadores ganaban chichiguas. Cuando triunfaron en las olimpiadas de los años 24 y 28 recibían en pago la felicidad de jugar. Vivían, comían y bebían de otros oficios.

Josep S (quedo debiendo las demás letras de su apellido)  fue fichado en el Barcelona por un reloj de esfera luminosa y un traje con chaleco.

Nada que ver con los salarios de miedo de hoy. Claro que está bien que ganen los atletas modernos. Pero esas sumas nos dañan el almuerzo a los románticos.

Los mismos que nos estremecimos al escuchar el técnico del uruguayo, don Oscar Washington, decir que lo importante no es jugar bonito sino ganar. Una venia al fútbol que hace sonar la registradora. Resultados, pragmatismo, es la nueva religión capitalista. Fuera idealistas.

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