Capsulas de Carreño

Mi pasión por el fútbol. Por Javier Castell, El Heraldo.

Por Javier Castell López, El Heraldo

*No tengo dudas de que el fútbol puede ser una metáfora de la vida.


El que vio, vio, y el que no, no vio más. Así reza un antiquísimo refrán en Brasil que quiere explicar que todo aquel que no tuvo la dicha de haber visto a la Selección de ese país en el Mundial de México 70, en donde no solo se tituló campeón invicto, sino que deleitó al mundo con un espectacular estilo de goles, gambetas y lujos, ya no sabrá cómo es el fútbol en su estado más puro y cómo es la estética futbolera en su más elevada expresión. Ya no sabrá cómo el fútbol se convirtió en arte.

Según esos veteranos ‘torcedores’ brasileños, el que no vio a la selección de Pelé, Gerson, Tostao, Jairzinho, Rivelino y compañía, ya no verá más.

Aquel año, la televisión colombiana, aún en blanco y negro, transmitió el evento mundialista y puso, ante mis ojos, la razón que mi infantil curiosidad escarbaba en mi cerebro sobre el por qué este juego me tenía atrapado todas las horas, todos los días, todo el año. Qué tenía el fútbol que me hacía olvidar terminar las tareas escolares, qué tenía este bendito juego que hacía desinteresarme de los patines, las bicicletas, los juguetes en general, que el Niño Dios me traía y al que solo daba gracias cuando giraba la cabeza, abría mis ojos y al lado de la cabecera de mi cama me topaba con la redondez perfecta e hipnótica de un balón de fútbol.

Sí, Brasil 70 me respondió esa precoz inquietud que yo tenía sobre mi pasión incontrolable por el fútbol: magia. No podía tener explicación racional aquello que hacía Pelé al adormecer el balón en su pecho después de un milimétrico pase de cincuenta metros de la zurda encantada de Gerson y luego dirigirla, con la parte externa de su empeine, a la red del arquero checoslovaco e iniciar la goleada de cuatro a uno en el debut y escribir el primer verso de aquella inolvidable poesía futbolera.

Magia, sí, tenía que ser eso lo que me tenía encantado. Las gambetas de Jairzinho, los remates de Rivelino, los pases de Gerson, los zigzagueos inverosímiles de Tostao y la perfección de Pelé eran magia para mis sentidos.

A miles de kilómetros de distancia, mientras los brasileños y el mundo celebraban la obtención definitiva de la Copa Jules Rimet al coronarse campeón por tercera vez (1958, 1962, 1970), aquí, en Barranquilla, yo también celebraba alborozado, pero no solo el fútbol fascinante que había desplegado, sino el develamiento del motivo inspirador que me hacía amar este hermoso juego. Y que hasta hoy definió mi gusto por él. Y mi pasión. De la que no tengo dudas es muchísimo más grande que lo mucho, poco o nada que sé, hablo o escribo de fútbol. Y la que me hace creer que el fútbol puede ser una metáfora de la vida.

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