Capsulas de Carreño

Un lugar en la historia (José Miguelez, La Tercera)

Jose MiguelezPor José Miguélez,
La Tercera


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*Chile pegó al fin el gritó de campeón.
  Se lo mereció. Por propuesta, aliento, esfuerzo y también fortuna.
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Sampaoli. Fue Sampaoli. También un poco la fortuna, al fin aliada con Chile en esa ruleta tantas veces enemiga que componen las resoluciones a penales. Y muchos más los méritos, porque la Roja jugó mejor en el fondo y en la forma que su cotizado adversario; en la final y en la mayor parte de los escalones previos. Y  la calle, la gente chilena, que entregó sus pulmones y su ilusión desmedida  para conquistar al fin la alegría incomparable de un título y vencer ese fatalismo maldito que le condena día a día a pasarlo mal, sobre el césped y al pie de las montañas, por tierra, mar, agua, fuego y lava.

Y fueron claro los jugadores, más los secundarios que los principales (a los que les faltó dar ese puñetazo sobre de la mesa tan necesario en los partidos a todo y nada). Pero todos se dejaron el alma y el sudor por cumplir las instrucciones. Y todos creyeron, tuvieron esperanza y fe. Y ninguno se arrugó para sacar la pelota por comprometida que fuera la situación  ni para mirar con ambición y protagonismo a la portería contraria. Pero más que nada ni nadie, fue Sampaoli. Sobre todo Sampaoli. El título es la consecuencia directa de su trabajo. La final la ganó el técnico. O consiguió no perderla, pese a la luz de los pronósticos .

Chile empezó a ponerse el encuentro de su lado con la conmovedora ceremonia del himno (liturgia que lo ha vuelto definitivamente diferente e inalcanzable), pero igualmente por la propuesta. Por el paso adelante que supuso su alineación, un indiscutible y delicioso mensaje de atrevimiento. Sampaoli dejó claro que no sólo quería levantar la copa, sino que estaba dispuesto a hacerlo con todo, con una oncena ya histórica rebosante de vértigo y riesgo. Bravo; Isla, Silva, Medel, Beausejour; Díaz; Aránguiz, Vidal; Valdivia; Vargas y Alexis se recita fácil, y ya queda memorizada en el subsconsciente del chileno y de la historia, pero no es tan fácil de componer. Es una osadía, casi una temeridad.

Pero no se trataba sólo de un arrebato de valor, un capricho de pantalones. Era la conclusión a un plan trabajado y elaborado, escondido (la famosa e incómoda obsesión del casildense por no ser espiado), con el que minimizar y neutralizar al rival que tanto tiempo llevaba esperando para ascender a la gloria.  Argentina  tuvo sus chances, pero nunca fue Argentina. Y no lo fue por el premeditado y sofisticado propósito de Sampaoli.

Ni como equipo ni como suma de grandes  individualidades. El montaje chileno empujó a Messi al bostezo, lo condenó a aburrirse, lo sacó de su condición de mejor futbolista del mundo. Lo sacó del mapa. No fue un bloqueo al rival desde el defensivismo o la destrucción; fue desde el protagonismo. Chile tuvo la pelota y la ambición.

Chile pegó al fin el gritó de campeón. Se coronó como la mejor selección de América. Se lo mereció. Por propuesta, aliento, esfuerzo y también fortuna. Pero sobre todo por el plan de su  tantas veces cuestionado (levanto el dedo) entrenador. Sampaoli puso a La Roja en un lugar de la historia.

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